K soñó lo siguiente:

Pasillos oscuros teñidos de rojo. Ventiladores que no paran de girar. Viejas actrices obsesionadas con sus días pasados de gloria. El olor a una guerra a punto de comenzar. Desayunos con vodka y zumo de tomate bajo un cielo color piscina. Un hotel que cambia de tamaño y forma, que respira y late. Cucarachas. Una fiesta en la que todo parece salir mal y donde hay demasiadas caras conocidas. Un cuadro que habla. Un late show con una marioneta por presentador que no para de emitir las 24 horas al día. Fichas de dominó. Oscuros hombres con cabeza de pájaro. Un cadáver en unos sucios aseos. Un club secreto donde hay una droga llamada olvido. Una canción que no para de sonar en un tocadiscos.

K despierta malherido en medio de ninguna parte en un cruce de vías de tren, carentes de indicación, rodeado por una infinita extensión de páramo desolado.

No recuerda cómo ha llegado hasta allí. Pero sí sabe que no pasa por su mejor momento. Caminando llega hasta un solitario, destartalado y delgado edificio que se erige en medio del desierto, el Hotel Noviembre, donde decide alojarse.

Su estancia en este hotel se convierte en una intrincada y laberíntica aventura, donde los personajes estrambóticos y las situaciones sin sentido van saltando y salpicando el claustrofóbico lugar, mientras K intenta resolver el rompecabezas en el que se ha convertido su cabeza y comienza a intuir que el hotel y su mente están estrechamente relacionados.

K se convertirá, sin pretenderlo, en huésped y detective a su pesar, tanto para averiguar como escapar del hotel (en donde cuanto más intenta salir más profundo y perdido se encuentra) y sobre todo, descubrir la verdad escondida en el corazón de ese lugar.