Me pasé la mayor parte de mi vida viajando por todo el mundo, probando los más variados platos, alimentos y exóticos manjares que uno pueda imaginar. Desde tarántulas fritas en el Amazonas, al prohibitivo café de Indonesia, pasando por gusanos de maguey u hormigas culonas de Colombia. He probado cosas repugnantes, otras exquisitas, todas interesantes. Incluso algunos platos que probé tenían poderes afrodisiacos o bien lisérgicos, que trascendían más allá de lo meramente culinario. Pero fue en Corea del Sur donde probé algo sin comparación. Fue en un puesto callejero. Era una simple y modesta sopa, pero me recordó, de una manera tan abrupta e inesperada, a la sopa de pescado que hacía mi madre cuando yo era un niño. Mis ojos se empañaron de lágrimas, que incluso la cocinera que me sirvió el plato me preguntó si es que había algún problema con el plato.
Le respondí, amablemente, que no, al contrario. Era una de las cosas más deliciosas que había probado en mi vida. Sabía a hogar. Creí que tras la muerte de mi madre, jamás volvería a saborear de nuevo aquello.
Y así fue como, a cientos de kilómetros de mi tierra natal, encontré de nuevo mi hogar.