Canela había desaparecido hacía dos días. “Volverá” dijo su abuelo, mascullando con su cigarrillo en la boca mientras encalaba el aljibe. “Siempre vuelve”.
Pero Luís no se tranquilizaba. Había oído su ladrido por las noches. Era inconfundible. ¿La habían secuestrado?
Vio sus juguetes, mordisqueados y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Estaba siendo el peor verano del mundo. El viento traía un aire sofocante cargado de fuego.
Luís volvió a oír el ladrido de Canela aquella noche. Salió de la casa de campo de sus abuelos a hurtadillas y caminó a oscuras bajo un impresionante manto de estrellas. El ladrido se oía cada poco y Luís camino inseguro entre la oscuridad de la noche. Llegó hasta una la vieja casa derruida que había a un centenar de metros de la casa de sus abuelos. Empezó a sentir un leve zumbido en sus oídos “porque es en mis oídos, ¿no? ¿por qué parece que el sonido provenga del interior de mi cabeza?” y al acercarse a la casa en ruinas percibió un sutil fulgor verde lima en el ambiente. Al aproximarse más, el brillo se intensificó y comenzó a percibir unas pequeñas partículas incandescentes en el aire.
El corazón parecía que le iba a estallar. Llamó a Canela con la voz ahogada. Estaba ya casi dentro de la casa, reducida a escombros. Apenas algunos muros se mantenían en pie y el techo estaba casi totalmente hundido. Le rodeada por completo una luz verdosa y enferma. Le recordaban a los rayos que disparaban los superhéroes en los cómics. El aire parecía más denso, casi palpable. El zumbido parecía ocupar todas las parcelas de su cerebro.
Llamó de nuevo a Canela y recibió un gorgoteo por respuesta. Vio como una figura que en algún momento fue su perrita Canela surgía de la oscuridad. Ahora parecía como si un millar de tumores hubieran brotado espontáneamente en su cuerpo. Sus ojos eran de un verde intenso, vivo e incandescente. Lo que antes fue su boca supuraba una densa gelatina verdosa.
Detrás de la criatura surgía una maraña de vegetación grotesca y retorcida, que se deslizaba viscosamente entre los muros, expulsando esporas ardientes de un brillo intenso.
–¿Canela?–susurró Luís.
Pero Canela ya no estaba allí. Aquello era otra cosa totalmente distinta.
Luís no tuvo ni siquiera tiempo para gritar.